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Al escribiente de cartas de Amado Señor la cosa se le desvió. Allí donde planeaba, le confiesa a su destinatario, ?armar un universo de ficción? a partir de la primera epístola, ?abandonar esta conversación e iniciar otra más indirecta?, descubre que no puede dejar de escribir cartas: está cansado de narrar, prefiere el coloquio directo. El escribiente no cree en su interlocutor y se lo advierte, pero su falta de fe lo empuja a un panteísmo del significante: cosa que nombra, cosa a la que le escribe (Amado Escarabajo, Amado Cuchillo, Amado Punto, Amado Cuervo, Amada Nube de Bacterias). Una enciclopedia maravillosa va apareciendo a los ojos del tercero, el lector. Y también una serie de historias y personajes, porque la parábola, más vieja que la literatura, termina por encontrar su lugar.

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