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En una mansión ¿del futuro?, hay un regimiento de siervos para atender a un señor poco menos que feudal, pero con todos los rasgos del presente. Valiéndose de tan pocos elementos, Gustavo Ferreyra consigue en El amparo un extrañamiento tal de lo cotidiano (eviscerando su rabia, su brutalidad, su sordera) que el resultado es un trastornado realismo, a la vez fantástico y experimental. En este primer libro, Ferreyra inventó su lengua, que incluye un verdadero abuso del idioma. Ferreyra sabe que no hay política fuera de la lengua y dado que su programa estético extrae su materia de lo político, en El amparo (como en toda su obra) la permanente puesta en abismo del lenguaje es clave. Hegel (y entonces Marx) ya supo descifrar la hechizada dialéctica del amo y el esclavo; pero a la literatura le toca lo más difícil: representarla, inventar fábulas que rompan el espejo. Y así como Kafka inventó una familiar cucaracha o un incauto procesado, Ferreyra inventa la vida de Adolfo, atribulado sirviente, pero que lleva en su nombre el latido ejemplar del fascismo. "Cuando leí El amparo, de Gustavo Ferreyra, tuve la sensación de que ahí había algo distinto: una mirada muy distanciada y al mismo tiempo muy intensa sobre acontecimientos cotidianos, que toman una carga y un sentido amenazador, perturbador". Ricardo Piglia "El amparo no tiene debilidades de primera novela. Es construida, envolvente, fuerte: se acepta o se rechaza de entrada. También es intensa la metáfora establecida por el título: no hay un amparo mayor que el de la casa. Pero a su vez no hay un entorno donde sea más fácil sentirse débil, mudo, desamparado". Del prólogo de Elvio E. Gandolfo

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