Si bien no escasean las exposiciones, al alcance de los profanos, de las transformaciones revolucionarias de que disfrutó la física en las primeras décadas de este siglo, se echaba de menos una presentación en que, al lado de los logros puramente intelectuales de los físicos, figurasen éstos como personas con sus cualidades favorables o discutibles, humanas en todo caso. Quizá nunca, en ninguna ciencia, se ha visto encenderse una constelación de investigadores tan brillantes como la que reunió Bohr en Copenhague después de 1920. A ellos, con Rutherford, Planck, Einstein, Born, De Broglie, se debió el impulso decisivo que hizo de la física la ciencia casi por antonomasia. Teóricos casi todos, supieron descubrir e interpretar leyes que son pan de cada día para la ciencia actual, pero que al ser anunciadas por vez primera estaban lejos de ser evidentes. Era inevitable que entre los creadores de la nueva física surgieran divergencias, a veces agudas. No se las callaban, y el relato de sus relaciones, de sus discusiones interminables pero fecundas-, agrega a la historia de la ciencia actual pinceladas que, para quien esté dispuesto a reflexionar un poco, tienen un interés muy superior al meramente pintoresco.