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Merced a los descubrimientos geográficos, el mapa del mundo alcanza en este período una notable rotundidad que obliga a los historiadores a relacionar la historia de Europa con los demás continentes. Sin embargo, en lo que a Europa se refiere, éste es un período de ?historia sin cambio?, aun cuando desde las costas atlánticas hasta los Urales menudeen las tensiones, resueltas precariamente con tratados de paz. La parte central del continente alcanzó una cierta estabilidad; los pueblos asentados en Occidente lucharon por el imperio comercial en ultramar, mientras en el Este se encendieron las luchas que alentarían tal vez la expectativa de cambios más radicales. La vida diaria, vivida a distinto nivel en los palacios y en las cabañas, apenas registraba variaciones: más comodidades para las minorías prósperas; constante indefensión para quienes tenían que ganarse el sustento valiéndose de unos métodos prácticamente inalterados; ante la enfermedad -años de pestes-, sólo unas viejas recetas perfectamente inútiles. Al final del período, en los bordes de 1688, comienzan a dibujarse los perfiles de una nueva crisis: los cambios, contemplados con una óptica meramente local por los protagonistas, y que se sucedían en áreas muy dispersas, se influían mutuamente: los resultados se dejarían notar en el futuro.

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